domingo, 21 de noviembre de 2010

Un Dios Listo para dar Perdón




“MIS propios errores han pasado sobre mi cabeza; como una carga pesada son demasiado pesados para mí. Me he entumecido y he quedado aplastado hasta grado extremo”, escribió el salmista David (Salmo 38:4, 8). Aunque sabía lo abrumadora que es una conciencia culpable, halló consuelo para su atribulado corazón. Comprendía que Dios odia el pecado, pero no al pecador que lamenta sinceramente su mala conducta y la rechaza. Por ello, con total confianza en la disposición divina a apiadarse del arrepentido, exclamó: “Tú, oh Jehová, [...] estás listo para perdonar” (Salmo 86:5).
Cuando nosotros pecamos, seguramente también sentimos el peso aplastante de la conciencia dolida. Es un remordimiento saludable, pues puede movernos a dar los pasos debidos para corregir los errores. Sin embargo, existe el peligro de ahogarse en la culpa. El corazón pudiera condenarnos, obsesionado con la idea de que Dios no nos perdonará, sin importar lo arrepentidos que estemos. Si nos ‘traga’ la culpa, Satanás tal vez se aproveche y nos incite a darnos por vencidos y a creer que Dios nos considera inútiles e indignos de servirle (2 Corintios 2:5-11).
¿Ve Dios los asuntos así? De ningún modo. Perdonar es una faceta de su inmenso amor, y él nos asegura en su Palabra que está dispuesto a hacerlo siempre que demostremos arrepentimiento verdadero (Proverbios 28:13). Algo que nos ayudará a no considerar inalcanzable su perdón será examinar por qué lo concede y de qué manera.
Razones por las que Dios está “listo para perdonar”
Nuestro Padre Celestial tiene plena conciencia de nuestras limitaciones. Como dice Salmo 103:14, “conoce bien la formación de nosotros, y se acuerda de que somos polvo”. En efecto, no olvida que somos criaturas hechas de polvo, con las flaquezas y debilidades que conlleva la imperfección. Por otro lado, la indicación de que conoce “la formación de nosotros” nos recuerda que la Biblia compara a Dios a un ceramista, y a los seres humanos, a vasijas a las que da forma (Jeremías 18:2-6). El Gran Alfarero regula su manera de tratarnos de acuerdo con la fragilidad de nuestra naturaleza pecaminosa y con la respuesta —positiva o negativa— que damos a su dirección.
Dios comprende el poder del pecado, al que describe en su Palabra como una gran fuerza que nos tiene entre sus garras mortíferas. Ahora bien, ¿hasta qué grado nos domina? El apóstol Pablo indica en su carta a los Romanos que, tal como los soldados están subordinados al comandante, nosotros nos hallamos “bajo [el] pecado” (Romanos 3:9), el cual ‘reina’ sobre la humanidad (Romanos 5:21) y “reside” o “mora” en nuestro interior (Romanos 7:17, 20); además, la “ley” del pecado actúa siempre en nosotros y trata de dirigirnos (Romanos 7:23, 25). ¡Con cuánta fuerza tiene sometida a nuestra naturaleza imperfecta! (Romanos 7:21, 24.)
Así pues, Dios sabe que, por mucho que deseemos obedecerle, no lograremos hacerlo a la perfección. En muestra de amor, nos asegura que nos perdonará si imploramos su misericordia con arrepentimiento sincero. Salmo 51:17 dice: “Los sacrificios para Dios son un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y aplastado, oh Dios, no lo despreciarás”. No, nunca rechazará un corazón “quebrantado y aplastado” por la carga de la culpabilidad.

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