Por:Domingo Caba Ramos para WWW.MIBAITOA.NET
Así como mayo es el mes de las madres, junio es el mes del maestro dominicano, y con tal motivo intentaremos presentar un fiel retrato del maestro del ayer, de aquel viejo profesor, protagonista de nuestra escuela antigua, la escuela de nuestros mayores. Muchos de los dominicanos que hoy superan los sesenta años quizás la recuerden con romántica nostalgia. Otros, a lo peor, la recuerden con rencor. Y no faltarán quienes la evoquen con orgullo inocultable.
La más pintoresca pintura de aquella vieja escuela nos la presenta el conocido poeta, maestro y folklorista dominicano, Ramón Emilio Emilio Jiménez en su libro “Al amor del bohío” (1927)
1. Castigos y medidas disciplinarias.
En el capítulo dedicado al tema disciplinario, el autor transcribe la confesión aportada por “uno de los más típicos representantes de la escuela antigua”:
“En mi tiempo no había quién se moviera ni chistara, y como lo hiciera, buen azote se llevaba. Antes – continúa – había más respeto; pero desde que el fuete fue proscrito del aula, suprimido el calabozo, el guayo y la palmeta, con los castigos desterrados huyó la disciplina de la escuela, y el niño aprende mal porque amor pide rigor y la letra entra con sangre”
Era la época en que reinaba y se repetía con extraña satisfacción la bárbara sentencia de que “con el golpe se abre el entendimiento”, sentencia erigida en principio pedagógico por los rígidos cultivadores de la enseñanza arcaica.
Los castigos eran crueles, bestiales y rayaban en lo inhumano:
« Las primeras impresiones que surgen en los albores de la razón dejan huellas profundas en el cerebro, y no podemos olvidar los crueles castigos que soportábamos una vez arrodillados con los brazos en cruz, con una piedra en cada mano. En esa actitud éramos la figura de una balanza humana, pesando la barbarie de nuestros inhumanos preceptores”»
Cuando un estudiante hablaba mucho en el aula, la sanción no podía ser más humillante: se le condenaba al suplicio de permanecer con la boca llena de agua durante quince minutos, y en tan fea actitud lo situaban frente a la calle, expuesto a las burlas de los transeúntes que se detenían “para reírse a su sabor al vernos compungidos con los mofletes casi al nivel de la nariz”
A otros los golpeaban con la “palmeta” o los arrodillaban encima de un guayo, “crueldad que venía a completar “la madrina”, correa de dura suela dividida en tres flecos para martirio de pantorrillas despojadas previamente de sus medias, o del músculo glúteo cuando, tendido de bruces sobre la pierna del maestro, nos daba buena tunda”
2. Metodología de enseñanza.
« Pero el mayor tormento – apunta el autor de “La Patria en la canción” – eran las lecciones aprendidas de memoria. Al entrar en la escuela había que llevar un madero provisto de mango, denominado “tableta”, en el que se pegaba el abecedario denominado “Jesú”, porque comenzaba con una cruz y las iniciales de Nuestro Señor Jesucristo» No saberse ni el “Jesú”, equivalía a estar dotado de la más completa ignorancia. Y si un estudiante confundía los nombres de sus letras, sus orejas pagaban el error»
Si en las primeras lecciones de Aritmética a un alumno se le ocurría contar con los dedos, recibía un violento coscorronazo.
« La enseñanza de la lectura y escritura – amplía nuestro autor – era un proceso largo y tedioso. El funesto “Be a ba” costaba muchas lágrimas a los pobres alumnos, y en la escritura al dictado, no eran pocos los golpes que soportaban por el cambio arbitrario de la “v de vaca y b de burro” y viceversa, expresión muy usual en boca del antiguo maestro»
Así era nuestro maestro antiguo. O, lo que es lo mismo, así era nuestra escuela antigua. Sus principios metodológicos se resumían en dos máximas pedagógicas: “La letra entra con sangre” y “Con el golpe se abre el entendimiento”
¿Hemos los dominicanos superados esa arcaica institución docente o se mantienen sus huellas todavía vigentes en el Sistema Educativo Dominicano?
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